“Ningún hombre conoce lo malo que es hasta que no ha tratado de esforzarse por dejar de serlo”. Clive Staples Lewis.

sábado, 26 de enero de 2013

UN VAMPIRO PARA DOS (1965)



Dir. Pedro Lazaga.

Hasta el nacimiento del fantaterror, acaecido a finales de los años sesenta con el estreno de La marca del hombre lobo (1968), el bagaje del género fantástico en la cinematografía española había sido prácticamente irrelevante. Salvo honrosas excepciones, comúnmente representadas por La torre de los siete jorobados (1944) y Gritos en la noche (1961), amén de la labor del genio pionero Segundo de Chomón, su contribución en todo este tiempo había sido el de servir de comparsa en películas de toda condición y pelaje. De este modo, es fácil rastrear su presencia en melodramas góticos, caso de la reivindicable El clavo (1944), representantes del cine de estampita del calibre de la popular Marcelino, pan y vino (1951), o musicales de la singularidad de la wagneriana Parsifal (1951), sin olvidar excentricidades inclasificables tipo Fata Morgana (1966), amén de la aún necesaria de reivindicación La llamada (1966) de Javier Setó.


En esta travesía por el desierto, tampoco faltarían las versiones paródicas de algunos de sus rasgos más característicos, cuya sola existencia, habida cuenta de la escasa tradición de ejemplares “serios”, serviría para ejemplificar los prejuicios existentes por parte de la industria y los organismos oficiales hacia un género que, visto lo visto, solo podía ser tomado a broma. Dentro de esta corriente es en la que se inscribe Un vampiro para dos, de la que se erige en uno de sus integrantes más valiosos. No es para menos. Bajo sus trazas de prototípica españolada al servicio de la comicidad de su trío protagonista, integrado por los entonces inseparables Gracita Morales y José Luis López Vázquez, además de Fernando Fernán Gómez, se esconde un interesante retrato sociológico de la España de mediados de los sesenta. Nada raro, por otra parte, a poco que se conozca la trayectoria de su director y coguionista, el catalán Pedro Lazaga.


Nacido en la tarraconense localidad de Valls, patria chica de los también cineastas Juan Bosch e Ignacio F. Iquino, durante algo más de tres décadas Lazaga sería uno de los artesanos más recurrentes del cine popular español, lo que le granjearía una filmografía cercana a los cien títulos, en los que transitaría por géneros tan dispares como el bélico, el musical, el drama1 e, incluso, el péplum, subgénero donde legaría la estimable Los siete espartanos / I sette gladiatori (1962). No obstante, sería la comedia de tono familiar y moralista el estilo que más frecuentaría y en el que mayores éxitos obtuvo. Suyos fueron títulos tan de Cine de barrio como Abuelo Made in Spain (1969), Sor Citröen (1969), o la mil veces imitada Los tramposos (1959), films en los que, más allá de sus posibles logros cinematográficos, no siempre tan execrables como habitualmente se ha dicho, y dejando a un lado lo reaccionario que (en ocasiones) pudiera antojarse su discurso, se realizaban radiografías antropológicas de diversos aspectos de la cambiante sociedad española de la época, ya fuera el choque generacional de usos y costumbres sobre el que se apoyaba la primera, la modernización de los hábitos del clero de la segunda, o el cómo en pleno despegue económico aún existían individuos que no tenía más remedio que tirar de picaresca para escapar de la miseria que ilustraba la tercera.


Esa vocación de crónica costumbrista que articularían buena parte de las comedias de Lazaga es evidenciada en Un vampiro para dos de una forma harto significativa durante sus primeros compases. Tras unos títulos de crédito consistentes en una serie de paisajes madrileños hermanados por la presencia de estaciones de Metro, la cámara toma el punto de vista subjetivo de un anónimo ciudadano que penetra en una de estas instalaciones. Durante su recorrido hasta el andén, es acompañado por las conversaciones cotidianas del resto de viajeros que van cruzándose en su camino, entre los que se repiten las historias sobre terceros que han marchado a Alemania en busca de una vida “a nivel europeo”. De este modo tan directo y sencillo, ejemplo palpable del menoscabado talento de su director, la película procede, por un lado, a establecer el enunciado sobre el que va a pivotar su argumento, y que no es otro que el tema de la emigración, adelantando así una temática sobre la que Lazaga volvería en repetidas ocasiones, al tiempo que se sumerge en el entorno laboral de sus dos protagonistas, Pablo y Luisa, un matrimonio de trabajadores del suburbano que, debido a su incompatibilidad de horarios, apenas han podido pasar una semana juntos desde que se casaran, hará cosa de un año. Acuciada por las circunstancias, la pareja decidirá aceptar la proposición de un familiar de trabajar en el país teutón para poder pasar más tiempo juntos, yendo a parar al castillo del Barón de Rosenthal, un decadente aristócrata que resulta ser un vampiro.

Partiendo de esta premisa, a lo largo del metraje se van desgranando numerosas referencias a nuestra cultura y a la imagen proyectada en el exterior por España y los españoles, bajo un tono que bascula entre la seriedad y el sarcasmo. Sirva de muestra la condición de pluriempleado del marido, quien compagina su trabajo en el metro con los oficios a tiempo parcial de guarda de obras nocturno y árbitro de fútbol, la secuencia ya en Alemania en la que los protagonistas se disponen a tomar un taxi y, al cerciorarse de su nacionalidad, el conductor les cobra por adelantado, o aquella otra en la que Pablo explica al Barón el desarrollo de un festejo taurino, tras lo que este responderá con evidente cara de mal cuerpo “españoles sanguinarios”. Con todo, quizás el apunte más interesante en este sentido, por todo el significado que encierra, sean los términos en los que se produce la muerte del vampiro, cuando sea fulminado al rebotar su reflejo en el tricornio de un bigotudo Guardia Civil que presta servicio en la frontera entre España y Francia. Una imagen que, voluntaria o involuntariamente, puede verse como una alegoría de la situación en la que se encontraba sumido el género fantástico por aquella mismas fechas en esa España gris, en la que no había sitio para los monstruos de novela ni mucho menos para la fantasía.


En cuanto a sus rasgos paródicos propiamente dichos, se aglutinan en torno al mencionado Barón de Rosenthal, un infeliz trasunto de Drácula incapaz de hacer daño a nadie, y que vive sometido bajo el yugo de su hermana. Como no podía ser de otro modo, él es el principal protagonista de la práctica totalidad de los chistes que se formulan a costa de la imaginería clásica del personaje2, brindando ideas tan atinadas como que el Barón acuda a una farmacia para comprar plasma sanguíneo con el que poder alimentarse, o que habite en la ciudad de Düsseldorf, en clara referencia a la magistral M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931). Por desgracia, no todo el conjunto se encuentra a la misma altura, y junto a estos momentos conviven otros menos logrados que van desde lo fallido - la escena en la que el chupasangres se dirige a cámara para explicar lo que es bien sabido, al no verse reflejado en un espejo-, a lo zafio - la forma en la que el personaje de López Vázquez repele el ataque de una vampira al eructarla en la cara tras haber comido sopas de ajo -, o directamente delirantes, caso de la mutación a las que son sometidas varias canciones populares de nuestro folclore, a cuenta de la nacionalidad húngara del vampiro.

Junto a lo ya comentado, otro elemento sobre el que cabe llamar la atención es el que Un vampiro para dos contenga el debut dentro de la cinematografía patria de uno de los más ilustres componentes del panteón clásico de monstruos del género. Pero no del vampiro, como podría pensarse en un principio, que aparte de haber sido insinuado en otros films anteriores, contaba con el precedente directo de La maldición de los Karnstein / La cripta e l’incubo (1964), coproducción de mayoría italiana que adaptaba al medio uno de los pilares del mito en su vertiente literario, la Carmilla de Sheridan Le Fanu, sino del licántropo, cuyo concurso es incorporado por el personaje de Wolf, el fiel criado de Rosenthal al que interpreta Goyo Lebrero. No obstante, hay que señalar que su configuración dista bastante de los rasgos tradicionales del lobisme. Al contrario de lo que mandan los cánones, su transformación en bestia se produce al llegar el día, y en lugar de un hombre lobo se trata más bien de un hombre perro que aparece en un principio con la fisonomía de un pastor alemán, para más tarde terminar siendo transformado en un diminuto chihuahua por su amo.


El cambio no impedirá que el cánido alcance la celebridad, convirtiéndose en una cotizada estrella de la pantalla a la que se rifan las grandes productoras e, incluso, Sophia Loren, tal y como se muestra en la conclusión del relato. Lejos de un mero capricho, tan surrealista desenlace permite a Lazaga incluir una sarcástica puya que desdice la fama de cineasta plegado a los postulados del régimen que algunos han querido ver en su filmografía, principalmente debido a sus títulos al servicio de Paco Martínez Soria y Alfredo Landa. Una catalogación un tanto exagerada, a poco que uno recuerde el final de Los tramposos, en el que sus dos protagonistas eran contratados por el dirigente de una empresa rival con el fin de eliminar la competencia que estos suponían, en una clara metáfora a la imposibilidad de la clase media-baja de prosperar más allá de tener un empleo fijo, y que aquí vuelve a ser puesta en entredicho mediante el contenido de la emisión radiofónica que sirve de fondo a la aludida secuencia. En ella, con su grandilocuente lenguaje, Matías Prats Senior se congratula de las altas distinciones recibidas por Wolf durante la última ceremonia de los Oscars, “que han llenado de gozo a todos los corazones hispanos” (sic), “a pesar de su origen húngaro” (re-sic), lo que coincide con una época en la que algunos de los principales estandartes de España en el exterior eran futbolistas nacionalizados, caso de Di Stéfano, Kubala o Puskas, dándose la curiosa coincidencia de que estos dos últimos, precisamente, fueran de ascendencia magiar. ¿Simple casualidad? No lo parece.

José Luis Salvador Estébenez


1 Incluso ciertas fuentes apuntan la posibilidad de que Lazaga hubiera sido el director en la sombra de una de las joyas de nuestro fantaterror, la atmosférica La mansión de la niebla / Quando Marta urló nella tumba (1972) de Paco Lara Polop.
2 Resulta sorprendente que en este aspecto no se haga ni una sola referencia al poder de la cruz para repeler a los vampiros, habida cuenta del ultracatolicismo que enarbolara el régimen franquista, si bien vista con perspectiva esta ausencia pudiera explicarse como una prevención de sus responsables de cara a evitar problemas con la censura, poca amigo de mezclar la religión con semejantes temas. 

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